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Elegía a una libreríaLos lugares mueren como los animales. Y sus espacios quedan ahí, vacíos, o mudándose, para recordarnos la pérdida. Les fallan las piernas, y dejan de renovarse, dejan de buscar alimento. Luego -lentamente- sus fuerzas flaquean sin la bocanada esperanzadora, irremediablemente destinados a perecer. En este momento, el animal es plenamente consciente de su destino. Las piezas fallan una tras otra, en conjuntos funcionales. Los carroñeros terminan con la tarea.Hoy entré en mi librería más próxima. Lleva allí casi tanto tiempo como yo. Su decoración en blanco y negro, su media planta con sillones de cuero y sus lámparas minimalistas recuerdan lo que era moderno para una galería de arte en los años ochenta. El olor de la pobredumbre no me alcanzó cuando entré: sólo el seco aroma del papel y la encuadernación. La dueña me comunicó que estaban cerrando, ya no llegaban más libros -el comienzo del fin inminente-. Hay pocas cosas más tristes que una estantería sin libros. Es como un costillar despellejado. Ésta era una librería extranjera. Volúmenes en alemán, inglés y sueco me contemplaban desde sus nichos espaciosos. En la media planta, estantes móviles -corredizos- tapaban los costillares devorados. Fue la primera vez que fui consciente de que los libros eran más viejos de lo que le corresponde a una librería. Tapas amarillentas y encuadernaciones traslocadas eran norma corriente en los libros en castellano. Algunas moscas chocaron en mi rostro, y pensé que sería de mala educación intentar matarlas. Allí estaban para velar el cadáver. Volúmenes varios de psicología, manuales de astronomía, clásicos universales anglosajones, literatura especializada de arte y fotografía, historia antigua, una enciclopedia de astrología curativa -en inglés-, un Así hablaba Zaratustra de Nietszche. Los sillones de cuero ya estaban blanqueándose tras quince años. En uno me senté cuando elegí mi primer libro a comprar: una guía de mamíferos. El azabache del cuero era como el de los murciélagos que me fascinaban. Una lámpara aplanada y negra me sobrevoló. Los bordes de madera de las estanterías estaban astillados. Todo -en su escrupuloso estilo de galería de arte- envejeció ante mis ojos. Ya no era una librería, era el interior de un esqueleto blanqueado por el sol del desierto. Los animales, los hombres y los lugares envejecen en cascada. Unos problemas arrastran y se acumulan sobre otros. La vida tiene la forma de la llama de una vela decían CMX en una canción. Sólo queda el vibrar del aire caliente. El ordenador había sido la primera víctima, como un hígado cirrótico. Arrastró tras de sí los libros que en la memoria de la dueña no caben, escondidos y perdidos en sus estantes. La mujer -ya envejecida como su nicho- tosía roncamente. Estaba muy delgada, ensimismada. El animal se hundía sobre sí mismo. Los carroñeros habían saqueado sus últimas carnes. Compré un último libro. Pagarlo fue como lanzar una rosa en una tumba. Un clásico de un crítico conductista: Psicología: hechos y palabrería, de Eysenck; la edición es de 1983, lo cual me hace pensar que siempre me ha estado esperando, en su estante de negro reluciente. Hasta siempre, Monika Munchen. Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://jkaranka.blogalia.com//trackbacks/6901
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